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La práctica del corazón abierto

“Dices que tienes corazón, y sólo lo dices porque sientes sus latidos; eso no es corazón… es una máquina que al compás que se mueve hace ruido”. Gustavo Adolfo Bécquer

Las corrientes espirituales no hacen del corazón, como nosotros, el centro de los sentimientos sino más bien la sede del conocimiento y la intuición. Nos recuerdan que del mismo modo que cultivamos el miedo, el odio o la inseguridad, podemos cultivar la bondad, la amabilidad, la ternura, la compasión.

Esas emociones son las que van a tener un impacto en nuestra percepción y en nuestra conducta. Son una vía de acceso a nuestro bienestar mental y a la superación como individuos. Realmente nos sentimos bien cuando sacamos lo mejor de nosotros mismos y cuando sabemos tanto aprovechar las oportunidades como salir airosos de las dificultades.

Sin embargo, el corazón hace ruido, no sabe cómo enfrentarse a esos sentimientos que le dejaron en algún momento marcado. Sentimientos que provienen, por un lado, de aquellas creencias enraizadas como verdades absolutas que aprendimos de nuestro entorno cultural y familiar y, por otro lado, de aquellas experiencias (pérdida de trabajo, pareja, accidentes…) cuyo impacto nos indujo de algún modo, a prepararnos para no repetir tales acontecimientos, aprendiendo a usar muy bien y muy convenientemente el afrontamiento o la evitación.

En cambio, cada día podemos ser testigos ante millones de pequeñas circunstancias de cómo nuestro yo se manifiesta cualitativamente en base a la calidad de las impresiones que hemos cultivado por dentro. Si hemos cultivado el miedo, la rabia o la inseguridad, a pesar de nuestros deseos será lo que se manifieste: saltamos a la mínima de cambio, desconfiamos, nos aceleramos, nos dispersamos, no podemos mantener la quietud, la incomodidad se revela rápidamente y quedamos insatisfechos. Una insatisfacción que se convierte en un hábito. El corazón hace ruido.

Del ruido a la melodía

Al decir que el corazón hace ruido me refiero a todos aquellos sentimientos, pensamientos y emociones que nos alejan de tener una mente y un interior serenos. La serenidad es sinónimo de felicidad. Y lo curioso es que, aunque este es un sentimiento que forma parte de nuestra naturaleza humana, nos convertimos en adictos a la adrenalina que impulsa la aceleración del corazón, llegando incluso a ignorar las señales que el cuerpo muchas veces nos envía alertándonos de estar alcanzado puntos de elevado estrés y enfermedad.

La “Enseñanza” o el Dharma nos dice que podemos cultivar un estado de ser que no sólo nos libera de la carga de nuestras mentes y de nuestro corazón, sino que nos invita a desarrollar una actitud que nos conduzca a esa naturaleza interior donde residen la serenidad y la calma. Luego nos alienta a ir un poco más allá. Como el lago cuyas aguas pierden su claridad ante la tormenta que remueve sus fondos, así lo hace nuestra mente. Por ello, nos propone que limpiemos de barro nuestro interior. Esto requiere de nuestra evolución y nuestro coraje. Coraje para acoger y transformar aquello que nos debilita y evolución para convertirlo en el combustible que encamine nuestros pasos a la maestría y grandeza.

El camino empieza cultivando la quietud quizás unos pocos minutos, quizás un poco más, pero cada día entrena tu mente para que esté en un punto, inmóvil. Permite que el estado de serenidad se manifieste. Permanece en la serenidad expandiendo tu campo de percepción desde el punto en el que la mente se está focalizando a todo lo que está presente. Si te mantienes alerta el tiempo suficiente verás como la mente se mueve, verás con claridad y serenidad lo que hay en el interior. Verás, no sólo lo sentirás, el ruido del corazón. El ruido es la emoción de la que emerge el sonido. Y es aquí donde se puede dar la transformación. Cambiar la nota necesaria para que el ruido se transforme en melodía.

Sintiendo el ruido, permaneciendo en él, visualizando la escena que lo produce, la emoción que lo sustenta, conecta con tu intención más profunda: el deseo de estar bien, de sentirte a salvo y en paz. Puedes repetir la intención en una frase como si fuera un mantra o un koan: “que esté bien, que me sienta a salvo y en paz”, o si lo prefieres puedes conectar con tu respiración y al inspirar absorber todo tu malestar y al espirar devolver calma y afecto.

Esta práctica debe empezar por uno mismo

Se trata de generar en nuestro interior un verdadero sentimiento de respeto, amabilidad y amor profundo hacia uno mismo ante cualquier circunstancia. No se trata de complacerte y mucho menos de permitirte cualquier cosa. Es más bien desarrollar el deseo de estar ahí para uno mismo. El deseo que impulsa la fuerza y el coraje de transformar aquello que te debilita y potenciar aquello que te hace mejor. Cuanto más aprendamos que podemos comprendernos, darnos afecto y estar ahí para nosotros mismos incluso ante aquellas situaciones de las que no nos sentimos orgullosos, más cultivamos el amor genuino. Podemos realmente dar aquello que tenemos. Cuando ese amor genuino brote en nuestro interior, podremos expandirlo a nuestros seres queridos, a nuestros desconocidos e incluso a aquellos que no nos gustan o que nos hirieron. Podremos amar a toda la humanidad y a toda manifestación de vida.

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